jueves, 29 de agosto de 2013

Vapor.

Ha pasado un tiempo desde que la tormenta de mi vida arreció contra mi y destrozó eso a lo que vosotros llamáis corazón. He de decir que siempre, en alguna parte del cielo encapotado, hubo rayos de luz que me hacían ver lo que había a mi alrededor y que no me perdiese en la melosa oscuridad. A medida que pasaron los meses se me fueron apareciendo soles que contrastaban conmigo, la sola y blanca luna. Y esos soles disipaban las nubes negras y hacían todo un poquitín más colorido, cosa que yo agradecía con creces. Pero al aparecer esos soles había una cosa que me fascinaba. Ellos también provocaban nubes... Pero en vez de ser negras y espesas eran blancas y ligeras, hasta parecían blanditas. Siempre quería saltar y caer encima de una de ellas para volar por el mundo subida en ella. Hasta que salté, inocente de mi, en una grande y preciosa. Y la atravesé, y caí mojada al suelo. (Gracias a dios que es mi imaginación y la controlo como quiero y el suelo estaba blandito cual colchón de plumas). Con extrañeza miré al cielo y a la nube. No tenía ningún hueco. Entonces empecé a comprender, y llegué a la conclusión de que por muy perfectas y consistentes que parezcan las cosas puede que sea todo una ilusión. Que estén hechas de vapor de agua que vuela alto y libre por ahí. Al fin y al cabo, también son nubes, ¿no? 

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